viernes, 10 de abril de 2009

ROBERT HUGHES. INTRODUCCIÓN: EL DECLIVE DE LA CIUDAD DE MAHAGONNY


HUGHES, ROBERT, A toda crítica o Ensayos sobre arte y artistas, Anagrama, 1992. Título original: Nothing if Not Critical: Selected Essays on Art and Artists, The Harvill Press, 1991.

Robert Hughes nace en Sidney, Australia, en 1938. Es un reconocido y polémico escritor y crítico de arte. En 1960 emigra a Londres donde colabora con los principales periódicos. En 1970 se instala en Nueva York dónde se consolida como crítico de la prestigiosa revista Time y como importante colaborador del MOMA.

INTRODUCCIÓN: EL DECLIVE DE LA CIUDAD DE MAHAGONNY

A principios de los sesenta Nueva York, heredera de Roma y París, se consolida como capital cultural, como centro establecedor de las normas del discurso del arte a nivel internacional. Durante el periodo transcurrido entre 1945 y 1970 la Escuela de Nueva York vive el ascenso a través de tres generaciones consecutivas, empezando por los expresionistas abstractos. Sin embargo, dice Robert Hughes, este periodo nunca podría rivalizar con los años 1870-1914 en París. Según Hughes a pesar del gran trabajo que se llevó a cabo en EE.UU., jamás ha surgido allí un artista comparable a Picasso o a Matisse, ni ningún movimiento artístico tan influyente e importante como el cubismo. No obstante la Escuela de Nueva York mostraba aquellas relevantes cualidades propias de la América joven en la que nacía: “Tosquedad y fuerza combinadas con agudeza y curiosidad, disposición práctica e inventiva, rapidez para encontrar soluciones…, energía inquieta, nerviosa, individualismo dominante… y, dentro de todo esto, júbilo y exuberancia.”

Mientras, en Australia, todo esto se vivía con la acostumbrada resignación a la propia irrelevancia cultural. Durante la mayor parte de historia de la Australia blanca se ha vivido, lo que Hughes llama un encogimiento cultural, que se debe al colonialismo cultural que deja a cualquier lugar que no sea el centro, desprovisto de relevancia y cada uno acaba por exigirse un nivel y unos valores que son ajenos al lugar y a la sociedad en la que vive. Este fenómeno se fundamenta en la idea de que cualquier manifestación artística carece de valor en tanto no sea juzgada por personas o entes ajenos a la propia comunidad. El entorno en el que el artista desarrolla su obra pasa a serle indiferente mientras anhela deslumbrar y alcanzar un nivel y unos valores que le son ajenos, basados en unas normas articuladas por otros. Todo parece resultar un constante fracaso. Este es el síndrome del provincialismo, el miedo a parecer torpe, a ser considerado provinciano y poco sofisticado.

Hughes critica también la inútil “independencia” del objeto de arte original, que desde los años ochenta, ha formado parte de la experiencia posmoderna. Esta tendencia a consumir las reproducciones de las obras, a aprender de ellas en vez de aprender de las originales. “No hay tiranía comparable a la tiranía de la obra maestra no vista. […] La obra maestra contemplada y totalmente asimilada tiende a liberar. El verdadero arte pocas veces es represivo. Pero la reproducción es a la conciencia artística lo que el teléfono erótico es al sexo…”.
[1]

En la década de los cuarenta el expresionismo abstracto se convirtió en el estilo mundial obligado. En Australia, Hughes y sus compañeros lo admiraban temerosamente. Conocían todo lo que en Nueva York se cocía a través de la revista ARTnews, una publicación de tono hagiográfico, que ensalzaba y endiosaba a los artistas de manera exagerada. Sus elogiosas críticas eran tan concluyentes que reprimían cualquier cuestionamiento u oposición estética. Además la imposibilidad de contacto con los originales desvanecía cualquier opción de ponerlos a prueba. Esto no sólo sucedía en Australia sino que se extendía a lo largo del mundo. Esta situación se vivía en cualquier lugar de la periferia neoyorquina, lo experimentaban incluso los americanos no residentes en Nueva York. Ante los discursos de la revista y pudiéndose basar únicamente en reproducciones en blanco y negro de diminutas dimensiones, le era imposible, a cualquiera, ofrecer cuestionamiento u oposición alguna. Incluso en el caso de que alguien vinculado al mundo del arte pero ajeno a Manhattan, tuviera la oportunidad de ver el original, si no veía la supremacía que se suponía mostraba la obra, este se asumía derrotado por su propia ignorancia, la falta de preparación o la mera estupidez e incapacidad propias de las gentiles gentes de provincias.

Sucedía todo esto porque el imperialismo engendra provincialismo, lo homogeniza todo. La norma brota siempre desde el centro hacia la periferia que anhela la seguridad del primero. Pensemos en el arte de la Antigua Roma que se repetía a lo largo de todo el imperio geográfico, o en el arte soviético que redundaba a través de todo el territorio, este fenómeno o estrategia se basaba en el imperialismo de lugar. En cambio, en el caso que tratamos se llevó a cabo un imperialismo de mercado, para el que no existen países ni fronteras, de manera que se propagó a lo largo del globo terráqueo.

Es este el principio de la era de la cultura de consumo que se consolida en la década de los ochenta, en la que se produce y consume arte y cultura de forma neurótica y compulsiva. Se trata de un ciclo basado en el engullimiento y en la regurgitación de imágenes e información. El mundo del arte se ha convertido en un feroz e inabarcable sistema, rebosante de artistas deseosos de atención, coleccionistas, afirmaciones exageradas, y en general poco sentido de la medida. La promoción ha ganado al conocimiento, y el impacto a la preparación artística. Con el declive que vivió Nueva York en la década de los ochenta, se desvaneció también la idea basada en un único centro de arte. La decadencia de Nueva York, su pérdida de vitalidad corre paralela a la política, la economía y a su rendición voluntaria a lo efímero e impactante de los medios de comunicación, nos hemos dejado seducir. Va unido todo ello a la decadencia de la vida pública americana, de los niveles educacionales, a la pérdida de talento artístico. Nos encontramos con dos factores: 1) la sobrepoblación mundial (la sobreproducción artística) y 2) la falta de discriminación y crítica por parte del mercado. Todo esto se traduce en la producción de una cantidad nunca vista de morralla mediocre y monótona que caracteriza el último arte del siglo xx. A pesar de todo esto en el futuro cuando se mire atrás se seguirán encontrando artistas de respeto pero a diferencia de antes se encontrarán, geográficamente, muy separados entre sí. Los medios de comunicación suponen la desaparición del poder del arte como testigo. Hughes defiende que la decadencia del arte va ligada a la decadencia de la tradición. La mayor diferencia entre los grandes artistas europeos de la primera mitad del siglo xx y los americanos de la Escuela de Nueva York de la segunda mitad del mismo siglo, se encuentra en su aprendizaje. Mientras los primeros perseguían la renovación del lenguaje artístico partiendo de un aprendizaje parecido al llevado a cabo a partir del siglo XVI basado en el sistema de ateliers, la enseñanza del arte moderno rechazaba los valores académicos por ser contrarios a la “creatividad” y se dedicaron a formar personalidades excéntricas, y “realizadas”, a modo de terapia. Las clases parecían terapias de grupo en la que los espíritus se liberaban y expandían. Hughes destaca también otros factores que hundieron la tradición artística, como la adhesión de la enseñanza artística a las universidades, lo que hizo que la teoría se impusiese a la práctica, generandose un exagerado giro hacia lo conceptual.


Las diapositivas se convierten en la principal fuente de conocimiento, todo gira en torno a la imagen de la imagen, se pierde la presencia que es sustituida por lo incorpóreo y conceptual, y se pierden por lo tanto los factores esenciales de la experiencia estética: la noción de unicidad y de escala. Desaparece la posibilidad de presenciar cualquier registro producido por el artista. Se pierde el sentido que a la obra le otorga el tamaño, sus dimensiones. En los ochenta se producen multitud de obras de grandes dimensiones, como en una búsqueda de conferirles importancia. Todo esto se ha traducido en un arte que no busca la resonancia, sino el puro impacto. A través de una diapositiva, no se puede pensar ni sentir el proceso de realización de una obra de arte, sólo es posible a través de la contemplación del objeto físico real, todo esto nos lleva a la perdida de la esencia pictórica.

Hay un factor todavía más relevante y es el cambio que suponen los medios audiovisuales de masas a la hora de entender el mundo e incluso las propias experiencias. La pintura y la escultura han perdido la primacía como índice de lo real, como formas sociales dominantes, como suministradoras de los códigos visuales a través de los que se podía interpretar el mundo. La televisión nos ha cambiado la manera de enfrentarnos a las imágenes, ha sustituido la lenta asimilación que demora y estimula el ojo, por la mirada rápida y fugaz. El poder de la televisión va mucho más allá de cualquier cosa conseguida o anhelada por las bellas artes. La televisión vacía al mundo de significado, aborta la imaginación y produce estereotipos que interiorizamos inconscientemente y a una velocidad arrolladora. El poder de esta lanzadera de imágenes se no escapa de las manos, nos traspasa. Las generaciones que han crecido frente al televisor han interiorizado las ideas de éxito que les han dictado, por el paso de la fama a la celebridad. Es un aparato estúpidamente compulsivo nunca antes visto, ni siquiera esbozado por las bellas artes, incluso en sus peores momentos de propaganda o sentimentalismo. Las generaciones post Andy Warhol no podían imaginar una tradición de las bellas artes que no estuviera a la sombra de la televisión. Muchos artistas modernos han absorbido y utilizado los mecanismos de los medios de comunicación de masas. Todo está mediatizado, todo es un simulacro de la realidad, la representación es la que determina todos los significados. Según Hughes los mass media han situado al arte en un callejón sin salida, y han generado una cultura artística volcada hacia la información y nunca hacia la experiencia. Hughes califica al arte de los ochenta, como reflejo de una cultura entregada a lo superficial, una cultura que antepone el estilo a cualquier fondo, ofreciendo unos resultados insustanciales, que refleja la carencia de concreción de la existencia moderna basada en la sobreinformación no asimilada. Se ha creado una situación de sequía imaginativa, sentencia Hughes. Mientras la pintura y la escultura que por su fisicidad requiere de una mirada prolongada y de una lenta asimilación. Se trata de objetos físicos, con escala y densidad propia, y añade “…si se abre el “arte” para incluir cada vez más cosas del medio dominante que no tiene relación con el arte, la materia extraña se hace con el mando y el resultado es […] una forma híbrida de conceptualismo de corto alcance que intenta ser espectáculo.”
[2] Según Hughes los artistas americanos de los ochenta: Barbara Kruger, Robert Longo, Jenny Holzer, etc., los posteriores al neoexpresionismo, presumían de su corrección política, sin embargo sus mensajes eran vacíos y superfluos, sólo salva las fotografías de engendros de Cindy Sherman.

Pero los grandes artistas ya no trabajan en Nueva York. La ciudad, simplemente se ha convertido en un delirante gran mercado donde se mueve todo tipo de arte a unos precios desorbitados. La ciudad ha dejado de lado su vitalidad cultural y creativa para dar paso a un entramado más rentable, un sistema basado en la promoción y la compraventa. Igual de desorbitado es el precio del suelo en Nueva York, vivir y trabajar en Manhattan se ha convertido en un auténtico lujo, el mercado inmobiliario ha arrasado y ha dejado a los artistas y compañías artísticas privados de locales y espacios. Si en los setenta ya era difícil vivir allí, en los ochenta era impensable. Nueva York se había constituido como mercado cultural, pero perdió su capacidad para atraer nuevos talentos y apoyarlos. La decadencia de la vida cívica neoyorquina agravó todo esta situación de disgregación de talento. La idea de un único centro imperial resulta hoy en día obsoleta, el centralismo de Nueva York se basa esencialmente en el mercado, y el mercado nada tiene que ver con la actividad y vitalidad culturales. En los EE.UU. no existe ya institución cultural dominante no vinculada al mercado, un mercado dirigido por especuladores financieros y ricos ignorantes. El conocimiento ha sido expulsado, para el sistema no es más que un entorpecimiento a su progreso, una traba que hay que eliminar.

La Industria del Arte produce inmensos beneficios y no se rige por norma alguna. Se trata de especular, el valor del arte es muy relativo, ¿cuánto puede costar un cuadro? Lo que alguien este dispuesto a pagar. Hoy en día damos por sentado que las obras de arte tengan unos precios desorbitados, pero esto es algo muy reciente, aceptamos que su cotización viole nuestro propio sentido de la decencia. El arte siempre ha sido un lujo, pero ahora es sólo eso y ha perdido todo su valor esencial y su uso social. Se trata de puro exhibicionismo. Todo esto ha significado un desastre para la vida pública del arte, y ¿de qué sirve una obra de arte si se encierra en un lugar privado a modo de galardón? En muchos sectores ya ni los museos americanos pueden competir ante la inflación artística, y como consecuencia se empobrece la experiencia pública del arte. La circulación de obras entre museos ha disminuido y también las exposiciones monográficas itinerantes. Los museos están condenados a depender de sus colecciones permanentes. Los jóvenes artistas pasan de conservadores a comerciantes de arte y no aceptan una lenta maduración, lo que les hace vulnerables a la moda, a las últimas tendencias y se aprovechan de cualquier cosa para llamar la atención, sin preocuparles lo estéril que su obra pueda resultar a la larga.

En contraposición a lo acaecido en Nueva York Hughes pone el ejemplo de Italia donde hasta finales del Quattrocento los resultados eran regionales y la cultura se empleaba en interés de los recursos locales. Las obras se enmarcaban en las mismas raíces de su significado, dentro de un contexto regional paisajístico y arquitectónico. Pero más tarde los artistas reconocieron que Roma encarnaba los recursos culturales cuya verdad y eficacia excedían lo meramente local, y así surgió la noción de capital cultural. La capital como campo de atracción que se alimenta de las provincias. En ella se forman los propios sistemas de interpretación, las escuelas y academias. Todo se centraliza, tanto la parte práctica como la teórica y así se centralizan pues, las discusiones. La disminución de mecenazgo papal, el ascenso de París tanto político como militar y el crecimiento económico y demográfico, lleva a que una gran cantidad de arte italiano se traslade a una Francia que pasó de ser un país de campesinos a un país de habitantes urbanos. Este ensalzamiento de la ciudad se convierte en uno de los axiomas del credo del arte moderno y de la cultura en general. La idea de avant-garde nació en el siglo XIX vinculada a la vida urbana. La capital se configura como espacio dinámico, progresista, público y en constante cambio, que abre infinitas posibilidades. Esta idea de capital urbana y cultural impulsa dos de los elementos más duraderos en la avant-garde artística: el sentimiento de tener una identidad voluble, de ser libre para inventar; y la concepción del artista como subversivo. Esto plantea dos aspectos fundamentales de la conciencia moderna del arte: la pérdida y desconexión de un pasado y de una tradición; y la autoemancipación artística. Esta idea de la capital en la que el arte se retroalimentaba se trasladó a Nueva York en la década de los cincuenta. Debía crearse una cultura contrapuesta a la autoritaria, y eso no podía hacerse en la antigua Europa. Se necesitaba una tierra joven, que representara el progreso y que ofreciera una gran posibilidad de cambio, y “en América, lo nuevo era fuerte, la tradición (relativamente) débil”.
[3] En EE.UU. se abrazó un modelo más comercial, novedoso y diversificado, todavía en los cincuenta y sesenta no se diferenciaba tanto la nueva vanguardia de la vanguardia “clásica” europea, pero sí ocurrió con el Pop art. En EE.UU. la idea de vanguardia se tradujo en competitividad e inflación. “Fundamentalmente, ésta ha sido una década infame y deshonesta para el arte… y parte de su deshonestidad reside en la pretensión de que la idea de “vanguardia” todavía tiene alguna relación con los valores estéticos y éticos. Pero tal vez uno de sus resultados positivos sea que por fin nuestras mentes queden limpias de las resacas de la cultura imperial y, con ello, de la nostalgia por el centro imperial perdido.”[4]

[1] HUGHES, ROBERT, A toda crítica o Ensayos sobre arte y artistas, Anagrama, 1992. Título original: Nothing if Not Critical: Selected Essays on Art and Artists, The Harvill Press, 1991. pág. 12
[2] Ibid., pág 26
[3] Ibid., pág 40
[4] Ibid., pág 41

martes, 7 de abril de 2009

George Dickie, El círculo del arte. Una teoría del arte


Dickie, G.; El círculo del arte. Una teoría del arte. Traducción de The Art Circle. A Theory of Art (Kentucky,1997) por Sixto J. Castro, Paidós, Barcelona 2005.

George Dickie (Palmetto, Florida; 1926) es Profesor Emérito de Filosofía de la Universidad de Illinois en Chicago. El trabajo de este influyente filósofo se enmarca dentro de la tradicición analítica.
INTRODUCCIÓN
La filosofía del arte

Dickie empieza por hablar de las primeras teorías del arte, remontándose a Platón para analizar la falta de una teoría del arte lo suficientemente importante a lo largo de casi toda la historia. Para Platón el tema del arte nunca fue centro de su atención, sino que lo usó como medio para un fin mayor, como en la República, dónde su principal preocupación es la organización de las personas en una sociedad ideal. El arte le interesaba como fenómeno social, que a su parecer era un dispositivo peligroso por sus poderosos efectos negativos que causaba en las personas. A lo largo de la historia y hasta hace muy poco, el arte no ha sido tema central de ningún filosofo, y lo poco que Platón dijo acerca de él como el método filosófico que utilizó han persistido durante mucho tiempo en el pensamiento filosófico sobre el arte. Platón comprendía el arte como imitación, pero no tubo en cuenta que no toda imitación es arte. Por lo tanto no puede ser valida como definición, y es insuficiente como teoría del arte, así no podemos hablar de una teoría platónica del arte. En todo caso para Platón, el arte al ser imitación de la realidad física es defectuosa. Según Platón primero está la Forma, que es el objeto ideal, eterno e inmutable. Luego está el objeto físico, que es defectuoso y menos real que su Forma, para Platón este es una imitación de la Forma no espacial, intemporal de ese objeto. Y por último, y doblemente defectuosa es la representación artística del objeto. Pero Platón observa otro problema, la creación y transmisión del arte implica emoción, y por lo tanto produce efectos peligrosos en los espectadores y cree necesario establecer un control riguroso sobre el arte.

Durante más de dos milenios ésta ha sido la teoría del arte aceptada como legítima sin ser analizada, cuestionada, defendida, ni atacada. Y ha perdurado todavía más el método platónico de sacar conclusiones filosóficas, basado en la intuición de la naturaleza de las Formas. Esta intuición tiene dos vertientes: la intuición completa y la incompleta. La incompleta sucede cuando alguien tiene la intuición suficiente de la naturaleza de una Forma como para saber que la definición propuesta es inadecuada, pero insuficiente para dar una definición correcta de la misma. La intuición completa ocurre cuando se tiene la intuición suficiente de la naturaleza de una Forma como para saber cuando la definición propuesta es adecuada. Según Platón el conocimiento de la esencia real de una cosa se alcanza cuando se logra una intuición completa.

No fue hasta el siglo XIX, cuando algunos filósofos empezaron a pensar seriamente sobre la naturaleza del arte y lo hicieron siguiendo el mismo método, buscaron también a través de la reflexión filosófica, una definición que captase la esencia del arte. La primera teoría fue la expresionista que defiende el arte como expresión. Pero lo que ocurrió fue que los filósofos del arte se dedicaron simplemente a tomar un rasgo del arte y elevarlo a esencia. Así, rasgos parciales o momentáneos y transitorios pasaron a plasmarse como definiciones, como esencias. Este método basado en la reflexión fue lo primero que refutaron Paul Ziff y más tarde Morris Weitz en los años cincuenta del siglo XX. Y concluyeron que no existe ninguna esencia del arte y que por lo tanto declaran la imposibilidad de dar con ninguna definición de “arte” del tipo tradicional, en términos de condiciones necesarias y suficientes. Afirman que no hay ninguna condición o conjunto de condiciones imprescindibles para que algo sea arte. Para Dickie la oposición al método platónico es algo importante e iluminador, pero está en desacuerdo con Ziff y Weitz en que no se puedan hallar condiciones necesarias y suficientes del arte. La teoría institucional que Dickie defiende es un intento de formular tales condiciones, y al contrario que las teorías anteriores, trata de situar la obra de arte dentro de una red múltiple y compleja.

La teoría institucional del arte

En esta segunda parte Dickie revisa su anterior versión de la teoría institucional que desarrolló en Art and the Aesthetic y se dedica a detectar errores y corregirlos. Esta teoría se basa en la idea de que “…las obras de arte son arte como resultado de la posición que ocupan dentro de un marco o contexto institucional.”
[1] Es por lo tanto una especie de teoría contextual. Una dificultad en las teorías tradicionales es la falta de interés en los contextos y los que implican son insuficientes. Dickie hace un resumen de su antigua versión y empieza definiendo la “obra de arte”, una definición no valorativa, sino clasificatoria.

“Una obra de arte en sentido clasificatorio es 1) un artefacto y 2) un conjunto de cuyos aspectos le ha conferido el estatus de ser candidato para la apreciación por alguna persona o personas que actúan de parte de una cierta institución social (el mundo del arte).”
[2]

Dickie se refiere al mundo del arte como el trasfondo sobre el que se crea el arte, y los artistas como personas individuales o grupos que actúan con el mundo del arte como trasfondo. Y aprovecha para aclarar su cambio de opinión sobre la relación de la teoría institucional con los escritos de Arthur Danto. Dickie reconoce haber estado equivocado
durante mucho tiempo en su consideración de que la teoría institucional era una especie de desarrollo honesto de la concepción de Danto, aunque reconoce también que así mismo el artículo “The Artworld” de Danto le sirvió de inspiración a la hora de desarrollar su teoría institucional del arte.. Ahora lo niega, y dice haber caido en la cuenta de que a pesar de que ambas visiones tengan algunos aspectos en común, difieren ampliamente en aspectos clave. Ambos defienden que las obras de arte se sitúan en un marco o contexto complejo y esencial, sin embargo difieren en la naturaleza del contexto. Danto mantiene que la obra de arte requiere una dimensión semántica, ya que es acerca de algo y que por lo tanto la naturaleza de la institución implicada en la creación artística es lingüística o semántica, mientras que Dickie opina que la institución o práctica relevante es específica del arte, es decir, su función específica es la creación de arte sin implicar necesariamente la categoría del lenguaje.

En cuanto a la idea de circularidad, que aparece en el mismo título “La circularidad del arte”, Dickie dice que se debe al entrelazamiento de las definiciones que constituyen un sistema complejo e interrelacionado. Al final de la Introducción, Dickie enumera tres aspectos fundamentales para la teoría institucional del arte. El primero es que un filóso del arte debe tener en cuenta los desarrollos del mundo del arte, ya que éste es su dominio principal y cualquier los proceso que se de en él puede ser específicamente revelador. El segundo es que el dominio primordial de cualquier teórico del arte son un tipo concreto de artefactos: pinturas, poemas, obras de teatro, etc., y que es en estos en los que debe recaer el interés principal. Y el tercer aspecto es que cualquier teoría del arte debe ser clasificatoria y nunca valorativa, ya que algo pueda ser una obra de arte no tiene porque implicar valor alguno, ni grado alguno de valor. El supuesto del sentido clasificatorio ha sido controvertido debido a la afirmación de que es necesario considerar tanto las obras de arte valiosas como las indiferentes y mediocres, para que algo sea arte no es necesario que sea buen arte, para que algo sea una obra de arte es suficiente que simplemente sea arte. Cabe entender que las obras maestras establecen sólo una parte diminuta de la clase de artefactos que conciernen a la teoría del arte.

DANTO Y EL RENACIMIENTO DE LA TEORÍA

En este capítulo, Dickie analiza tres artículos en los que Arthur Danto teoriza sobre el arte: “The Artworld”
[3], “Artworks and Real Things”[4] y “The Transfiguration of the Commonplace”[5]. Y se propone aclarar las similitudes y diferencias entre su postura y la de Danto, al que responsabiliza del resurgimiento del interés por la filosofía del arte. Para Dickie los tres artículos ilustran más bien la evolución del pensamiento de Danto sobre el arte que una colección de sus ideas. A través de los tres se ve como Danto va desechando, reemplazando o incluso rechazando cosas que en el artículo anterior había defendido.

En el primer artículo “The Artworld” Danto niega que seamos capaces de identificar siempre las obra de arte, y hace dos afirmaciones: 1) la afirmación epistemológica de que las teorías artísticas nos ayudan a distinguir las obras de arte de las obras que no lo son, y 2) la afirmación ontológica de que las teorías artísticas hacen posible el arte. Según Dickie, ambas afirmaciones no quedan demostradas por Danto, quien además las abandona en los artículos posteriores. En cuanto a la afirmación epistemológica podemos decir que la teoría de la imitación, por ejemplo, sí podía ayudar a identificar obras de arte ya que descartaba todo aquello que no era una imitación e incluía aquello que sí lo era. Sin embargo la “teoría real del arte” que sucedió a la anterior no servía para identificar obras de arte ya que lo que afirma es que todo objeto puede ser, o no, arte. En cuanto a la segunda afirmación lo único que hace Danto es reafirmarla, insiste en ella sin argumentar nada en su favor. Según él es necesario que para que un objeto sea una obra de arte se le aplique al menos un par de predicados relevantes para el arte tales como figurativo-no figurativo, expresionista-no expresionista, y demás. Pares de predicados que se vinculan de algún modo a una cierta teoría del arte, pero esto no demuestra nada.

En el siguiente artículo, “Artworks and Real Things”, se interesa no tanto en la identificar obras de arte, sino en descubrir qué es lo que hace que algo sea una obra de arte. Danto retoma de la teoría de la imitación, la intuición, según él correcta, que afirma que el arte es un alejamiento de la realidad. Partiendo de la idea de que existe una “distancia” entre el arte y la realidad pretende mostrar cómo enfrentándonos a dos objetos visualmente indistinguibles uno puede ser una obra de arte (manteniéndose a “distancia” de la realidad) y el otro puede no ser una obra de arte (una realidad). Dado que la diferencia no se puede descubrir visualmente, en la superficie, la diferencia debe residir en el trasfondo de los objetos. Para ilustrarlo pone un ejemplo ficticio. El caso que tenemos enfrente cuatro corbatas pintadas uniformemente de azul, una por Picasso, una por un falsificador que copia la de Picasso, una por un niño y la otra por Cézanne. Se puede afirmar que sólo la corbata de Picasso es una obra de arte, porque es la única se distancia de la realidad, las otras tres son simplemente cosas reales y por lo tanto no son obras de arte. Al contrario de lo que sucede con Cézanne, en el caso de Picasso la comunidad artística sí estaría preparada para entender la corbata como una obra de arte, es el trasfondo el que le permite a éste hacer una declaración con su corbata. La corbata del falsificador es una simple cita de la declaración hecha por Picasso, y una cita de una declaración no es una declaración, sólo lo aparenta. Por último, la corbata del niño no es una declaración porque éste no ha podido todavía interiorizar suficientemente la historia y la teoría del arte para poder hacer una declaración a través de la corbata. Para Danto una condición necesaria y específica del arte es que “…para que algo sea una obra de arte, es necesario que esa cosa esté de algún modo alejada de la realidad siendo una declaración”
[6]. Una obra de arte debe ser una declaración, una representación de la realidad lo que implica el alejamiento de la realidad, todo ello sin ser una imitación. Luego Danto afirma que “el arte es un lenguaje de clases, en el sentido, al menos, de que una obra de arte dice algo […]”[7] y decir algo es, según él, una condición necesaria del arte. Para concluir el artículo Danto llega a la incongruente conclusión de que el arte y la filosofía del arte han llegado a ser la misma cosa, debido a que el arte, cada vez, tiende más a ser su propio y único objeto, al igual que la filosofía del arte que tiene como objeto el arte. Incongruente porque: 1) no está claro que el arte se tome como objeto a sí mismo, o por lo menos no todo el arte, 2) en el caso de que ocurra esto es muy probable que arte y filosofía se dirijan a sus objetos de modos muy distintos, y 3) como dice Dickie, que dos cosas compartan una característica no hace que sean idénticas, si concluimos esto cometemos la falacia del término medio distribuido.

En el tercer artículo, “The Transfiguration of the Commonplace”, lo que hace es retomar la idea del anterior, de que todas las obras de arte tienen una determinada propiedad necesaria, pero esta vez tanto el objetivo como los términos están más claramente desarrollados. Dice que algo es una obra de arte sólo de modo relativo con respecto a ciertas presuposiciones artístico-históricas pero sin decir cuáles ni como funcionan a la hora de proporcionar un trasfondo para el arte. Y da por primera vez una explicación clara de lo que significa para él el término “realidad”. La realidad es caracterizada semánticamente, es aquello que está “desprovisto de representacionalidad”. Por otro lado el lenguaje tiene una función representativa y Danto afirma que, por lo tanto, las obras de arte “[…] son lingüísticas hasta el punto de admitir la evaluación semántica y al contrastar con la realidad del modo esencial requerido.”
[8] En este artículo sustituye la condición de que una obra de arte deba hacer una declaración por la de que debe ser acerca de algo. Danto no da una definición de “arte”, simplemente afirma que el arte es un tipo de lenguaje, el ser lingüístico es una condición necesaria para del “arte”. Pero, ¿qué ocurre, por ejemplo, con la pintura no objetiva que no es acerca de algo? Hay obras ante las cuales a Danto, no le queda otra elección que tacharlas, aparentemente, de no-arte. Dickie opina que llegado a tal punto Danto debería haber dejado de lado sus tesis semánticas, y debería haber buscado otra vía para explicar la diferencia entre arte y realidad, porque un filósofo nunca puede tratar de mandar sobre los artistas.

Dickie concluye que a pesar de que la afirmación de Danto sobre el arte es falsa, su argumento de los objetos indistinguibles es una contribución a la filosofía del arte, al mostrar la dependencia del arte con respecto a un trasfondo ha abierto de nuevo el replanteamiento y la teorización sobre el arte.

A diferencia de Danto, al que sólo le preocupa, en estos tres artículos, especificar una condición necesaria del arte, Dickie, a través de la teoría institucional del arte, intenta dar con las condiciones necesarias y suficientes del arte. Lo que sí comparten ambas visiones es la idea de que el trasfondo de las obras es esencial para que ciertos objetos sean arte. Sin embargo, dice Dickie, mientras Danto apenas se preocupa en definir el trasfondo que según él es lo que permite al objeto que es arte ser acerca de algo, Dickie va más allá. Danto simplemente lo describe como una atmósfera de teoría artística, como un conocimiento acerca de la historia del arte. En cambio Dickie, en Art and the Aesthetic, al menos da una somera explicación de lo que según él es ese trasfondo que lo describía como: “…una estructura de personas que desempeñan varios roles y que están comprometidas en una práctica que se ha desarrollado a lo largo de la historia”
[9], además entiende que no es necesario, aunque en muchos casos sea así, que las obras de arte sean acerca de algo.

Además de esto, ambas teorías coinciden también en que existe “un espacio” entre las obras de arte y otras cosas. Pero para Danto “el espacio” se encuentra entre el arte, que es representacional, y la realidad, que es aquello “desprovisto de representacionalidad”, es decir que “el espacio” es la diferencia entre el lenguaje y aquello a lo que éste se refiere. Mientras que “Para la teoría institucionl, “el espacio” se da entre arte y no arte, siendo aquélla el conjunto de objetos que ocupan posiciones en la estructura que he llamado el “mundo del arte”.”
[10]

Dickie también le refuta a Danto la afirmación de que las imitaciones o falsificaciones no son obras de arte. Puede ser que en algunos casos no lo sean, pero nunca por la razón que da Danto. Además existen falsificaciones y copias que pueden satisfacer todos los requisitos para que ser obras de arte en el sentido clasificatorio, en el primer caso pueden ser obras de arte acerca de cuyo autor estamos equivocados; en el segundo pueden ser obras de arte poco imaginativas y poco originales. En cuanto a lo concerniente a los niños, Dickie opina que a los niños se les puede enseñar y se les enseña, los fundamentos del hacer arte desde muy pequeños.

Para finalizar Dickie señala que la diferencia entre la teoría de Danto y la teoría institucional del arte, es básicamente que mientras que Dickie pretende dar una explicación de la estructura institucional específica en la que las obras de arte tienen su ser, la explicación de Danto no es, aunque pueda parecerlo, de naturaleza institucional. Sólo, puede decirse que lo sea, en el sentido en que un lenguaje de tipos sería institucional, pero ni siquiera éste está interesado en ello.

[1]y2 Dickie, G.; El círculo del arte. Una teoría del arte. Traducción de The Art Circle. A Theory of Art (Kentucky,1997) por Sixto J. Castro, Paidós, Barcelona 2005. pág. 17.
[3] Journal of Philosophy,, 15 octubre de 1964, págs. 571-584.
[4] Theoría, partes 1-3, 1973, págs. 1-17.
[5] The Journal of Aesthetics and Art Criticism, invierno de 1974, págs. 139-148
[6] Dickie, G.; El círculo del arte. Una teoría del arte. Traducción de The Art Circle. A Theory of Art (Kentucky,1997) por Sixto J. Castro, Paidós, Barcelona 2005. pág. 37.
[7] Ibid., págs. 37-38.
[8] Ibid., pág. 39.
[9] Ibid., pág. 43.
[10] Ibid., pág. 43.