HUGHES, ROBERT, A toda crítica o Ensayos sobre arte y artistas, Anagrama, 1992. Título original: Nothing if Not Critical: Selected Essays on Art and Artists, The Harvill Press, 1991.
Robert Hughes nace en Sidney, Australia, en 1938. Es un reconocido y polémico escritor y crítico de arte. En 1960 emigra a Londres donde colabora con los principales periódicos. En 1970 se instala en Nueva York dónde se consolida como crítico de la prestigiosa revista Time y como importante colaborador del MOMA.
INTRODUCCIÓN: EL DECLIVE DE LA CIUDAD DE MAHAGONNY
A principios de los sesenta Nueva York, heredera de Roma y París, se consolida como capital cultural, como centro establecedor de las normas del discurso del arte a nivel internacional. Durante el periodo transcurrido entre 1945 y 1970 la Escuela de Nueva York vive el ascenso a través de tres generaciones consecutivas, empezando por los expresionistas abstractos. Sin embargo, dice Robert Hughes, este periodo nunca podría rivalizar con los años 1870-1914 en París. Según Hughes a pesar del gran trabajo que se llevó a cabo en EE.UU., jamás ha surgido allí un artista comparable a Picasso o a Matisse, ni ningún movimiento artístico tan influyente e importante como el cubismo. No obstante la Escuela de Nueva York mostraba aquellas relevantes cualidades propias de la América joven en la que nacía: “Tosquedad y fuerza combinadas con agudeza y curiosidad, disposición práctica e inventiva, rapidez para encontrar soluciones…, energía inquieta, nerviosa, individualismo dominante… y, dentro de todo esto, júbilo y exuberancia.”
Mientras, en Australia, todo esto se vivía con la acostumbrada resignación a la propia irrelevancia cultural. Durante la mayor parte de historia de la Australia blanca se ha vivido, lo que Hughes llama un encogimiento cultural, que se debe al colonialismo cultural que deja a cualquier lugar que no sea el centro, desprovisto de relevancia y cada uno acaba por exigirse un nivel y unos valores que son ajenos al lugar y a la sociedad en la que vive. Este fenómeno se fundamenta en la idea de que cualquier manifestación artística carece de valor en tanto no sea juzgada por personas o entes ajenos a la propia comunidad. El entorno en el que el artista desarrolla su obra pasa a serle indiferente mientras anhela deslumbrar y alcanzar un nivel y unos valores que le son ajenos, basados en unas normas articuladas por otros. Todo parece resultar un constante fracaso. Este es el síndrome del provincialismo, el miedo a parecer torpe, a ser considerado provinciano y poco sofisticado.
Hughes critica también la inútil “independencia” del objeto de arte original, que desde los años ochenta, ha formado parte de la experiencia posmoderna. Esta tendencia a consumir las reproducciones de las obras, a aprender de ellas en vez de aprender de las originales. “No hay tiranía comparable a la tiranía de la obra maestra no vista. […] La obra maestra contemplada y totalmente asimilada tiende a liberar. El verdadero arte pocas veces es represivo. Pero la reproducción es a la conciencia artística lo que el teléfono erótico es al sexo…”.[1]
En la década de los cuarenta el expresionismo abstracto se convirtió en el estilo mundial obligado. En Australia, Hughes y sus compañeros lo admiraban temerosamente. Conocían todo lo que en Nueva York se cocía a través de la revista ARTnews, una publicación de tono hagiográfico, que ensalzaba y endiosaba a los artistas de manera exagerada. Sus elogiosas críticas eran tan concluyentes que reprimían cualquier cuestionamiento u oposición estética. Además la imposibilidad de contacto con los originales desvanecía cualquier opción de ponerlos a prueba. Esto no sólo sucedía en Australia sino que se extendía a lo largo del mundo. Esta situación se vivía en cualquier lugar de la periferia neoyorquina, lo experimentaban incluso los americanos no residentes en Nueva York. Ante los discursos de la revista y pudiéndose basar únicamente en reproducciones en blanco y negro de diminutas dimensiones, le era imposible, a cualquiera, ofrecer cuestionamiento u oposición alguna. Incluso en el caso de que alguien vinculado al mundo del arte pero ajeno a Manhattan, tuviera la oportunidad de ver el original, si no veía la supremacía que se suponía mostraba la obra, este se asumía derrotado por su propia ignorancia, la falta de preparación o la mera estupidez e incapacidad propias de las gentiles gentes de provincias.
Sucedía todo esto porque el imperialismo engendra provincialismo, lo homogeniza todo. La norma brota siempre desde el centro hacia la periferia que anhela la seguridad del primero. Pensemos en el arte de la Antigua Roma que se repetía a lo largo de todo el imperio geográfico, o en el arte soviético que redundaba a través de todo el territorio, este fenómeno o estrategia se basaba en el imperialismo de lugar. En cambio, en el caso que tratamos se llevó a cabo un imperialismo de mercado, para el que no existen países ni fronteras, de manera que se propagó a lo largo del globo terráqueo.
Es este el principio de la era de la cultura de consumo que se consolida en la década de los ochenta, en la que se produce y consume arte y cultura de forma neurótica y compulsiva. Se trata de un ciclo basado en el engullimiento y en la regurgitación de imágenes e información. El mundo del arte se ha convertido en un feroz e inabarcable sistema, rebosante de artistas deseosos de atención, coleccionistas, afirmaciones exageradas, y en general poco sentido de la medida. La promoción ha ganado al conocimiento, y el impacto a la preparación artística. Con el declive que vivió Nueva York en la década de los ochenta, se desvaneció también la idea basada en un único centro de arte. La decadencia de Nueva York, su pérdida de vitalidad corre paralela a la política, la economía y a su rendición voluntaria a lo efímero e impactante de los medios de comunicación, nos hemos dejado seducir. Va unido todo ello a la decadencia de la vida pública americana, de los niveles educacionales, a la pérdida de talento artístico. Nos encontramos con dos factores: 1) la sobrepoblación mundial (la sobreproducción artística) y 2) la falta de discriminación y crítica por parte del mercado. Todo esto se traduce en la producción de una cantidad nunca vista de morralla mediocre y monótona que caracteriza el último arte del siglo xx. A pesar de todo esto en el futuro cuando se mire atrás se seguirán encontrando artistas de respeto pero a diferencia de antes se encontrarán, geográficamente, muy separados entre sí. Los medios de comunicación suponen la desaparición del poder del arte como testigo. Hughes defiende que la decadencia del arte va ligada a la decadencia de la tradición. La mayor diferencia entre los grandes artistas europeos de la primera mitad del siglo xx y los americanos de la Escuela de Nueva York de la segunda mitad del mismo siglo, se encuentra en su aprendizaje. Mientras los primeros perseguían la renovación del lenguaje artístico partiendo de un aprendizaje parecido al llevado a cabo a partir del siglo XVI basado en el sistema de ateliers, la enseñanza del arte moderno rechazaba los valores académicos por ser contrarios a la “creatividad” y se dedicaron a formar personalidades excéntricas, y “realizadas”, a modo de terapia. Las clases parecían terapias de grupo en la que los espíritus se liberaban y expandían. Hughes destaca también otros factores que hundieron la tradición artística, como la adhesión de la enseñanza artística a las universidades, lo que hizo que la teoría se impusiese a la práctica, generandose un exagerado giro hacia lo conceptual.
INTRODUCCIÓN: EL DECLIVE DE LA CIUDAD DE MAHAGONNY
A principios de los sesenta Nueva York, heredera de Roma y París, se consolida como capital cultural, como centro establecedor de las normas del discurso del arte a nivel internacional. Durante el periodo transcurrido entre 1945 y 1970 la Escuela de Nueva York vive el ascenso a través de tres generaciones consecutivas, empezando por los expresionistas abstractos. Sin embargo, dice Robert Hughes, este periodo nunca podría rivalizar con los años 1870-1914 en París. Según Hughes a pesar del gran trabajo que se llevó a cabo en EE.UU., jamás ha surgido allí un artista comparable a Picasso o a Matisse, ni ningún movimiento artístico tan influyente e importante como el cubismo. No obstante la Escuela de Nueva York mostraba aquellas relevantes cualidades propias de la América joven en la que nacía: “Tosquedad y fuerza combinadas con agudeza y curiosidad, disposición práctica e inventiva, rapidez para encontrar soluciones…, energía inquieta, nerviosa, individualismo dominante… y, dentro de todo esto, júbilo y exuberancia.”
Mientras, en Australia, todo esto se vivía con la acostumbrada resignación a la propia irrelevancia cultural. Durante la mayor parte de historia de la Australia blanca se ha vivido, lo que Hughes llama un encogimiento cultural, que se debe al colonialismo cultural que deja a cualquier lugar que no sea el centro, desprovisto de relevancia y cada uno acaba por exigirse un nivel y unos valores que son ajenos al lugar y a la sociedad en la que vive. Este fenómeno se fundamenta en la idea de que cualquier manifestación artística carece de valor en tanto no sea juzgada por personas o entes ajenos a la propia comunidad. El entorno en el que el artista desarrolla su obra pasa a serle indiferente mientras anhela deslumbrar y alcanzar un nivel y unos valores que le son ajenos, basados en unas normas articuladas por otros. Todo parece resultar un constante fracaso. Este es el síndrome del provincialismo, el miedo a parecer torpe, a ser considerado provinciano y poco sofisticado.
Hughes critica también la inútil “independencia” del objeto de arte original, que desde los años ochenta, ha formado parte de la experiencia posmoderna. Esta tendencia a consumir las reproducciones de las obras, a aprender de ellas en vez de aprender de las originales. “No hay tiranía comparable a la tiranía de la obra maestra no vista. […] La obra maestra contemplada y totalmente asimilada tiende a liberar. El verdadero arte pocas veces es represivo. Pero la reproducción es a la conciencia artística lo que el teléfono erótico es al sexo…”.[1]
En la década de los cuarenta el expresionismo abstracto se convirtió en el estilo mundial obligado. En Australia, Hughes y sus compañeros lo admiraban temerosamente. Conocían todo lo que en Nueva York se cocía a través de la revista ARTnews, una publicación de tono hagiográfico, que ensalzaba y endiosaba a los artistas de manera exagerada. Sus elogiosas críticas eran tan concluyentes que reprimían cualquier cuestionamiento u oposición estética. Además la imposibilidad de contacto con los originales desvanecía cualquier opción de ponerlos a prueba. Esto no sólo sucedía en Australia sino que se extendía a lo largo del mundo. Esta situación se vivía en cualquier lugar de la periferia neoyorquina, lo experimentaban incluso los americanos no residentes en Nueva York. Ante los discursos de la revista y pudiéndose basar únicamente en reproducciones en blanco y negro de diminutas dimensiones, le era imposible, a cualquiera, ofrecer cuestionamiento u oposición alguna. Incluso en el caso de que alguien vinculado al mundo del arte pero ajeno a Manhattan, tuviera la oportunidad de ver el original, si no veía la supremacía que se suponía mostraba la obra, este se asumía derrotado por su propia ignorancia, la falta de preparación o la mera estupidez e incapacidad propias de las gentiles gentes de provincias.
Sucedía todo esto porque el imperialismo engendra provincialismo, lo homogeniza todo. La norma brota siempre desde el centro hacia la periferia que anhela la seguridad del primero. Pensemos en el arte de la Antigua Roma que se repetía a lo largo de todo el imperio geográfico, o en el arte soviético que redundaba a través de todo el territorio, este fenómeno o estrategia se basaba en el imperialismo de lugar. En cambio, en el caso que tratamos se llevó a cabo un imperialismo de mercado, para el que no existen países ni fronteras, de manera que se propagó a lo largo del globo terráqueo.
Es este el principio de la era de la cultura de consumo que se consolida en la década de los ochenta, en la que se produce y consume arte y cultura de forma neurótica y compulsiva. Se trata de un ciclo basado en el engullimiento y en la regurgitación de imágenes e información. El mundo del arte se ha convertido en un feroz e inabarcable sistema, rebosante de artistas deseosos de atención, coleccionistas, afirmaciones exageradas, y en general poco sentido de la medida. La promoción ha ganado al conocimiento, y el impacto a la preparación artística. Con el declive que vivió Nueva York en la década de los ochenta, se desvaneció también la idea basada en un único centro de arte. La decadencia de Nueva York, su pérdida de vitalidad corre paralela a la política, la economía y a su rendición voluntaria a lo efímero e impactante de los medios de comunicación, nos hemos dejado seducir. Va unido todo ello a la decadencia de la vida pública americana, de los niveles educacionales, a la pérdida de talento artístico. Nos encontramos con dos factores: 1) la sobrepoblación mundial (la sobreproducción artística) y 2) la falta de discriminación y crítica por parte del mercado. Todo esto se traduce en la producción de una cantidad nunca vista de morralla mediocre y monótona que caracteriza el último arte del siglo xx. A pesar de todo esto en el futuro cuando se mire atrás se seguirán encontrando artistas de respeto pero a diferencia de antes se encontrarán, geográficamente, muy separados entre sí. Los medios de comunicación suponen la desaparición del poder del arte como testigo. Hughes defiende que la decadencia del arte va ligada a la decadencia de la tradición. La mayor diferencia entre los grandes artistas europeos de la primera mitad del siglo xx y los americanos de la Escuela de Nueva York de la segunda mitad del mismo siglo, se encuentra en su aprendizaje. Mientras los primeros perseguían la renovación del lenguaje artístico partiendo de un aprendizaje parecido al llevado a cabo a partir del siglo XVI basado en el sistema de ateliers, la enseñanza del arte moderno rechazaba los valores académicos por ser contrarios a la “creatividad” y se dedicaron a formar personalidades excéntricas, y “realizadas”, a modo de terapia. Las clases parecían terapias de grupo en la que los espíritus se liberaban y expandían. Hughes destaca también otros factores que hundieron la tradición artística, como la adhesión de la enseñanza artística a las universidades, lo que hizo que la teoría se impusiese a la práctica, generandose un exagerado giro hacia lo conceptual.
Las diapositivas se convierten en la principal fuente de conocimiento, todo gira en torno a la imagen de la imagen, se pierde la presencia que es sustituida por lo incorpóreo y conceptual, y se pierden por lo tanto los factores esenciales de la experiencia estética: la noción de unicidad y de escala. Desaparece la posibilidad de presenciar cualquier registro producido por el artista. Se pierde el sentido que a la obra le otorga el tamaño, sus dimensiones. En los ochenta se producen multitud de obras de grandes dimensiones, como en una búsqueda de conferirles importancia. Todo esto se ha traducido en un arte que no busca la resonancia, sino el puro impacto. A través de una diapositiva, no se puede pensar ni sentir el proceso de realización de una obra de arte, sólo es posible a través de la contemplación del objeto físico real, todo esto nos lleva a la perdida de la esencia pictórica.
Hay un factor todavía más relevante y es el cambio que suponen los medios audiovisuales de masas a la hora de entender el mundo e incluso las propias experiencias. La pintura y la escultura han perdido la primacía como índice de lo real, como formas sociales dominantes, como suministradoras de los códigos visuales a través de los que se podía interpretar el mundo. La televisión nos ha cambiado la manera de enfrentarnos a las imágenes, ha sustituido la lenta asimilación que demora y estimula el ojo, por la mirada rápida y fugaz. El poder de la televisión va mucho más allá de cualquier cosa conseguida o anhelada por las bellas artes. La televisión vacía al mundo de significado, aborta la imaginación y produce estereotipos que interiorizamos inconscientemente y a una velocidad arrolladora. El poder de esta lanzadera de imágenes se no escapa de las manos, nos traspasa. Las generaciones que han crecido frente al televisor han interiorizado las ideas de éxito que les han dictado, por el paso de la fama a la celebridad. Es un aparato estúpidamente compulsivo nunca antes visto, ni siquiera esbozado por las bellas artes, incluso en sus peores momentos de propaganda o sentimentalismo. Las generaciones post Andy Warhol no podían imaginar una tradición de las bellas artes que no estuviera a la sombra de la televisión. Muchos artistas modernos han absorbido y utilizado los mecanismos de los medios de comunicación de masas. Todo está mediatizado, todo es un simulacro de la realidad, la representación es la que determina todos los significados. Según Hughes los mass media han situado al arte en un callejón sin salida, y han generado una cultura artística volcada hacia la información y nunca hacia la experiencia. Hughes califica al arte de los ochenta, como reflejo de una cultura entregada a lo superficial, una cultura que antepone el estilo a cualquier fondo, ofreciendo unos resultados insustanciales, que refleja la carencia de concreción de la existencia moderna basada en la sobreinformación no asimilada. Se ha creado una situación de sequía imaginativa, sentencia Hughes. Mientras la pintura y la escultura que por su fisicidad requiere de una mirada prolongada y de una lenta asimilación. Se trata de objetos físicos, con escala y densidad propia, y añade “…si se abre el “arte” para incluir cada vez más cosas del medio dominante que no tiene relación con el arte, la materia extraña se hace con el mando y el resultado es […] una forma híbrida de conceptualismo de corto alcance que intenta ser espectáculo.”[2] Según Hughes los artistas americanos de los ochenta: Barbara Kruger, Robert Longo, Jenny Holzer, etc., los posteriores al neoexpresionismo, presumían de su corrección política, sin embargo sus mensajes eran vacíos y superfluos, sólo salva las fotografías de engendros de Cindy Sherman.
Pero los grandes artistas ya no trabajan en Nueva York. La ciudad, simplemente se ha convertido en un delirante gran mercado donde se mueve todo tipo de arte a unos precios desorbitados. La ciudad ha dejado de lado su vitalidad cultural y creativa para dar paso a un entramado más rentable, un sistema basado en la promoción y la compraventa. Igual de desorbitado es el precio del suelo en Nueva York, vivir y trabajar en Manhattan se ha convertido en un auténtico lujo, el mercado inmobiliario ha arrasado y ha dejado a los artistas y compañías artísticas privados de locales y espacios. Si en los setenta ya era difícil vivir allí, en los ochenta era impensable. Nueva York se había constituido como mercado cultural, pero perdió su capacidad para atraer nuevos talentos y apoyarlos. La decadencia de la vida cívica neoyorquina agravó todo esta situación de disgregación de talento. La idea de un único centro imperial resulta hoy en día obsoleta, el centralismo de Nueva York se basa esencialmente en el mercado, y el mercado nada tiene que ver con la actividad y vitalidad culturales. En los EE.UU. no existe ya institución cultural dominante no vinculada al mercado, un mercado dirigido por especuladores financieros y ricos ignorantes. El conocimiento ha sido expulsado, para el sistema no es más que un entorpecimiento a su progreso, una traba que hay que eliminar.
La Industria del Arte produce inmensos beneficios y no se rige por norma alguna. Se trata de especular, el valor del arte es muy relativo, ¿cuánto puede costar un cuadro? Lo que alguien este dispuesto a pagar. Hoy en día damos por sentado que las obras de arte tengan unos precios desorbitados, pero esto es algo muy reciente, aceptamos que su cotización viole nuestro propio sentido de la decencia. El arte siempre ha sido un lujo, pero ahora es sólo eso y ha perdido todo su valor esencial y su uso social. Se trata de puro exhibicionismo. Todo esto ha significado un desastre para la vida pública del arte, y ¿de qué sirve una obra de arte si se encierra en un lugar privado a modo de galardón? En muchos sectores ya ni los museos americanos pueden competir ante la inflación artística, y como consecuencia se empobrece la experiencia pública del arte. La circulación de obras entre museos ha disminuido y también las exposiciones monográficas itinerantes. Los museos están condenados a depender de sus colecciones permanentes. Los jóvenes artistas pasan de conservadores a comerciantes de arte y no aceptan una lenta maduración, lo que les hace vulnerables a la moda, a las últimas tendencias y se aprovechan de cualquier cosa para llamar la atención, sin preocuparles lo estéril que su obra pueda resultar a la larga.
En contraposición a lo acaecido en Nueva York Hughes pone el ejemplo de Italia donde hasta finales del Quattrocento los resultados eran regionales y la cultura se empleaba en interés de los recursos locales. Las obras se enmarcaban en las mismas raíces de su significado, dentro de un contexto regional paisajístico y arquitectónico. Pero más tarde los artistas reconocieron que Roma encarnaba los recursos culturales cuya verdad y eficacia excedían lo meramente local, y así surgió la noción de capital cultural. La capital como campo de atracción que se alimenta de las provincias. En ella se forman los propios sistemas de interpretación, las escuelas y academias. Todo se centraliza, tanto la parte práctica como la teórica y así se centralizan pues, las discusiones. La disminución de mecenazgo papal, el ascenso de París tanto político como militar y el crecimiento económico y demográfico, lleva a que una gran cantidad de arte italiano se traslade a una Francia que pasó de ser un país de campesinos a un país de habitantes urbanos. Este ensalzamiento de la ciudad se convierte en uno de los axiomas del credo del arte moderno y de la cultura en general. La idea de avant-garde nació en el siglo XIX vinculada a la vida urbana. La capital se configura como espacio dinámico, progresista, público y en constante cambio, que abre infinitas posibilidades. Esta idea de capital urbana y cultural impulsa dos de los elementos más duraderos en la avant-garde artística: el sentimiento de tener una identidad voluble, de ser libre para inventar; y la concepción del artista como subversivo. Esto plantea dos aspectos fundamentales de la conciencia moderna del arte: la pérdida y desconexión de un pasado y de una tradición; y la autoemancipación artística. Esta idea de la capital en la que el arte se retroalimentaba se trasladó a Nueva York en la década de los cincuenta. Debía crearse una cultura contrapuesta a la autoritaria, y eso no podía hacerse en la antigua Europa. Se necesitaba una tierra joven, que representara el progreso y que ofreciera una gran posibilidad de cambio, y “en América, lo nuevo era fuerte, la tradición (relativamente) débil”.[3] En EE.UU. se abrazó un modelo más comercial, novedoso y diversificado, todavía en los cincuenta y sesenta no se diferenciaba tanto la nueva vanguardia de la vanguardia “clásica” europea, pero sí ocurrió con el Pop art. En EE.UU. la idea de vanguardia se tradujo en competitividad e inflación. “Fundamentalmente, ésta ha sido una década infame y deshonesta para el arte… y parte de su deshonestidad reside en la pretensión de que la idea de “vanguardia” todavía tiene alguna relación con los valores estéticos y éticos. Pero tal vez uno de sus resultados positivos sea que por fin nuestras mentes queden limpias de las resacas de la cultura imperial y, con ello, de la nostalgia por el centro imperial perdido.”[4]
[1] HUGHES, ROBERT, A toda crítica o Ensayos sobre arte y artistas, Anagrama, 1992. Título original: Nothing if Not Critical: Selected Essays on Art and Artists, The Harvill Press, 1991. pág. 12
[2] Ibid., pág 26
[3] Ibid., pág 40
[4] Ibid., pág 41