lunes, 5 de enero de 2009

La invención del arte


Larry Shiner
«El artista: una llamada sagrada» y «Silencios: el triunfo de lo estético», La invención del arte. Una historia cultural
Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, S.A., 2004
Título original: The Invention of Art, The University of Chicago Press, 2001

Hoy en día nadie suele plantear objeciones a que cualquier cosa pueda considerarse “arte”. Esto puede entenderse si observamos que el propio mundo del arte se ha impuesto recuperar la vieja aspiración de reconciliar “arte” y vida. En el arte podemos ver toda clase de gestos y acciones que van de lo más inocente a lo más esperpéntico y descabellado, que refuerzan e inspiran el discurso de la “muerte” del arte, de la literatura y de la música clásica; hecho que los posmodernistas proclaman y celebran como si se tratara de una nueva liberación. Shiner pretende entender cómo se ha llegado a tal punto, investigando cómo se han originado las ideas e instituciones modernas de las bellas artes. El sistema moderno del arte no es una esencia ni un destino sino que se trata de una invención europea muy reciente que cuenta apenas con doscientos años de vida. Anterior a este existía un sistema de arte más utilitario y funcional que perduró durante unos dos mil años. La nueva invención, irremediablemente, en algún momento será sustituida por una nueva. Lo que algunos temen y otros aplauden, como muerte de las artes serias, no es más que el final de una determinada institución social originada en el siglo XVIII. Como muchas otras cosas surgidas con la Ilustración, la idea europea de “bellas artes” se pensó como eterna y universal; desde entonces todas las instituciones y entes de poder han velado y se han empeñado en que así sea.

Los estudiosos y críticos de arte atribuyeron la creación del arte a los antiguos chinos y egipcios, pero con la invasión y dominación colonial imperialista europea descubrieron que en África, América y el Pacífico hacía tiempo que poseían imágenes y artefactos que fueron catalogados como “arte primitivo”. Todos estos objetos de pueblos y épocas pasadas han sido asimilados como arte dando por sentada la universalidad de la idea europea de arte.

Por desgracia, el mundo e instituciones oficiales e imperantes del arte han favorecido y favorecen nuestra natural inclinación a considerar todo lo del pasado en función de la concepción del presente, dejando de lado las diferencias. La mayoría de las obras pictóricas, escultóricas, musicales, etc., han sido descontextualizadas de manera que poco queda que nos recuerde que fueron concebidas originalmente para un propósito y un lugar concretos. Y tendemos ha interpretar cualquier obra desde nuestra concepción de arte, como si compartiera tal concepción, como si hubiera sido concebida para la contemplación estética. Sólo esforzándonos lograremos romper el trance que promueve nuestra cultura y entender que la categoría de las bellas artes es una invención y construcción histórica reciente que podría desvanecerse en algún momento.

Esta ilusión de que las prácticas e ideales modernos son eternos y universales o que se remontan a la antigua Grecia es provocada, entre otras cosas, por la ambigüedad de la propia palabra “arte”. Esta palabra deriva del latín ars y del griego techné, referidos a cualquier habilidad humana. Antiguamente concebían como opuesto al arte humano no la artesanía sino la naturaleza. Es en el siglo XVIII, que designa el centro de un período comprendido desde aproximadamente 1680 a 1830, cuando se establece la división entre bellas artes y artesanía. Por un lado, las bellas artes se conciben como materia de inspiración y genio, no funcional, creada para el disfrute específico y mediado por un placer refinado; y por el otro, la artesanía y artes populares, con connotaciones peyorativas, son entendidas como prácticas realizadas por el artífice y regidas por ciertas normas, y sus obras como fabricaciones funcionales y destinadas al bajo entretenimiento. En el s. XVIII los términos artesano y artista, antes concebidos como sinónimos y usados indistintamente, pasan a entenderse como opuestos. En el mismo siglo se establece otra distinción entre: el placer propio de las bellas artes, que es especial, refinado y contemplativo, y que pasa a entenderse como placer “estético”, y el resto de placeres que son ordinarios y despertados por lo funcional y lo entretenido. En el siglo XIX es cuando se le atribuye a las bellas artes un papel espiritual trascendente y revelador de la verdad más elevada e incluso como medicinas del alma; y la polaridad entre arte y artesanía queda absorbida dentro de las polaridades más generales de arte/sociedad o arte/vida, sugiriendo que las bellas artes son independientes de todo propósito y placer cotidiano.

El moderno sistema del arte que concibe la creación individual y las obras como entes autónomos, y requiere atención silenciosa y reverencial, no sólo estaba vinculado a conductas e instituciones sino que también formaba parte de relaciones de poder y de género. Se sustituyó el mecenazgo por el mercado destinado a la clase media. Lo que en un momento parecía sólo un cambio conceptual empieza a parecerse a una reestructuración de las relaciones de poder y a una estrategia imperialista. Pero desde entonces, algunos artistas y críticos se han opuesto a las dicotomías arte/artesanía, artista/artesano y estético/utilitario, pero la mayoría de las obras de los resistentes y apóstatas han sido raudamente absorbidas por la Iglesia del Arte y se han incorporado a los cánones artísticos que pretendían desacreditar, pasando a ser referentes de arte del moderno sistema. El mundo de las artes a su vez expandía sus límites asimilando nuevos tipos de arte y se apropiaba de lo folclórico y primitivo. A pesar de ello, el sistema moderno sigue conservando sus rasgos más generales. No se debe subestimar el poder residual y absorbente del sistema del arte establecido.

“¿Por qué no escribir nuestra historia desde una perspectiva más afín a un sistema del arte que conciliase la imaginación y la destreza, el placer y el uso, la libertad y el servicio? Desde ese punto de vista la construcción del moderno sistema del arte, más que una fractura de la que hemos estado intentando curarnos, se parecería a una gran liberación.”(pág.29)

EL ARTISTA: UNA LLAMADA SAGRADA

A medida que la revolución industrial llevaba a los artesanos a cerrar sus talleres para trabajar en fábricas como operarios, la figura ideal del artista iba cobrando paulatinamente una intensa aura de espiritualidad. Pintar, escribir y componer iban considerándose las profesiones más elevadas, que requerían el tipo de sacrificio reservado antes a la religión. Pero este ideal exaltado del artista como profeta no estaba todavía universalmente aceptado, la creciente clase media concebía aún a los artistas como artesanos. La elevación de la figura del artista fue en parte una reacción y expresión de disconformidad frente a la amenaza del utilitarismo y la codicia que suponía el rápido crecimiento económico e industrial. Más tarde muchos artistas tendieron a verse a sí mismos como miembros de una subcultura, al margen de la sociedad incomprensiva y comercial. A pesar de los que estaban en contra, la idea del artista como visionario espiritual subsistió y fue usada como norma para medir el proceso y realización de las obras.

El artista era considerado genio de la imaginación creativa, pero este talento era reservado al hombre. Las concepciones del siglo XIX seguían distinguiendo según el género, como en el siglo XVIII. Numerosos filósofos, sociólogos, críticos de arte e incluso artistas, consideraron el genio algo totalmente ajeno e imposible en la mujer. Las mujeres artistas (nunca consideradas como tales) eran vistas como seres socialmente desviados o incluso monstruos desde un punto de vista psicológico. Muchos de los que sostenían tales ideas, por otro lado, defendían los aspectos “femeninos” de la creatividad como: una mayor sensibilidad o la capacidad de empatizar con los sentimientos. Sin embargo estas cualidades siempre debían acompañarse de la firmeza viril del hombre. “El hombre de genio posee… la completa feminidad en sí; pero la mujer es ella misma sólo una parte… La feminidad no puede nunca incluir el genio.”(pág.275)

Otro artículo de fe para el ideal moderno del artista que potenciaba ese aura espiritual, fue el de su autonomía y libertad, pretensiones que iban ampliándose. Pero cada vez más personas accedían a la cultura y el público que podía adquirir obras de arte iba creciendo. A finales del siglo XIX empezaron a distinguirse culturalmente distintos niveles, la clase social de un individuo se distinguía por el tipo de cultura que consumía. A mediados del mismo siglo se acrecentaba el número de artistas potenciales, esto y el supuesto convencionalismo de la clase media alentaba la protesta de los artistas de que eran ignorados e incomprendidos. La creencia en la libertad del artista se iba arraigando y resultados de ella fueron las figuras del bohemio francés y del dandy inglés, que no son componentes estructurales del moderno sistema del arte sino idiomas pintorescos del mismo. Sin embargo otros dos estereotipos, que crecieron a la sombra del ideal de independencia, arraigaron más profundamente: el del artista sufriente y el del artista rebelde. Son la cara agresiva y pasiva de la misma moneda. Se trata de la idea romántica de la “alienación del Artista”, que asociaba y exaltaba el rechazo y el sufrimiento artísticos con el “destino del genio”. Algunos percibían el sufrimiento y el desprecio como estímulos y retos ante los que afirmaban su heroicidad. Pero la mayoría de artistas solían tener vidas convencionales y perseguían el reconocimiento y el ascenso social y económico. Sin embargo la imagen del genio maldito e incomprendido ha perdurado desde entonces. Paralelamente se iba configurando la idea del artista sacrificado y entregado a su obra.

A finales del siglo XIX el arte hizo suyo el término militar francés “avant-garde” (guardia avanzada), utilizado a principio de siglo, como metáfora, por el radicalismo político. Artísticamente se refería al arte más avanzado, que desafiaba a las convenciones, los estilos e instituciones establecidas. El arte debía ser desconcertantemente nuevo.

Por otro lado la imagen del artesano iba descendiendo y degradándose. La industria iba ganando terreno a los pequeños talleres tradicionales que irremediablemente fueron desapareciendo gradualmente a lo largo de todo el siglo. Y con ello fueron deteriorándose también las características de esos talleres. En primer lugar desapareció la estricta jerarquía basada en la inventiva, el conocimiento y la destreza, y también el sistema de aprendizaje directamente heredado en el que los aprendices, que generalmente vivían en el mismo taller, aprendían directamente de los maestros, quienes los protegían y orientaban. Por otro lado, generalmente el artesano se implicaba, conocía y asistía a todo el proceso creativo y productivo. En tercer lugar, aunque el ritmo de trabajo variaba según la demanda, generalmente era pausado: daba tiempo a frecuentes descansos y charlas, lo que potenciaba la discusión intelectual y política. Y por último, la mayoría del trabajo era manual y el proceso técnico se traspasaba generacionalmente.

La industrialización y mecanización fue desbancando al antiguo modo de organización y fue convirtiendo en innecesarias las antiguas habilidades. Los artesanos fueron convirtiéndose en meros operadores, y sus labores creativas anteriormente centradas en todo el proceso, fueron sustituidas por actividades mecánicas, automatizadas y rutinarias, trabajos preestablecidos que anulaban cualquier posibilidad creativa. Su trabajo se veía reducido a una simple y limitada acción dentro de todo el proceso. A pesar de que en 1914 la mayoría de oficios y talleres habían desaparecido, una minoría consiguió sobrevivir, si bien con unos ingresos generalmente menguados.

Pero surgió una nueva élite dentro de los trabajadores, la de los diseñadores (en 1837, en Gran Bretaña se crearon las escuelas estatales de diseño). Y en un rango inferior: los trabajadores artísticos que se encargaban de aplicar los diseños en los estadios intermedios del proceso. Se ensanchaba la brecha entre la imagen y el estatus del artista y la del hombre de oficios, asociado a la imitación, dependencia, comercio y, ahora también, a la fábrica.

Por otro lado crecía la tensión entre el arte y la arquitectura, considerada todavía como utilitaria. Esta disciplina requería de conocimientos técnicos sobre ingeniería y sobre principios estructurales. Muchos arquitectos y críticos se resistían acérrimamente a estas demandas apelando a las bellas artes y a la autonomía artística y se creó un gran debate sobre si la arquitectura era una profesión o un arte. Así, las artes de la construcción, al igual que las de la artesanía, sufrieron un progresivo descenso en cuanto a la necesidad de inventiva.

SILENCIOS: EL TRIUNFO DE LO ESTÉTICO

En el siglo XIX se llevó a cabo una especie de adoctrinamiento de actitud estética en los “templos del arte”, a través de diferentes mecanismos: vigilancia, advertencias y alguna que otra expulsión. Pero estos mecanismos no eran suficientes, se requería también de un alto nivel de gusto estético por parte de los responsables de los museos, que debían saber escoger objetos de una cierta “calidad estética” que permitiera al público disfrutar del “placer que producía la contemplación de lo perfecto”. Normas de comportamiento similares fueron exigidas también al público de teatro y de conciertos y se fue acrecentando la diferencia entre estos “legítimos” lugares y los espacios para sainetes, el melodrama y la música popular.

A lo largo del siglo XIX se fueron agudizando las tensiones y distinciones sociales. En 1890, el público de teatro estaba divido: a los teatros “legitimados” acudía el espectador refinado, atento, silencioso y respetuoso; mientras que a las salas populares acudía el espectador alborotado, ruidoso, de “interés ansioso y exaltado”. Sin embargo una suerte de actitud estética había sido inculcada en ambas esferas y quienes no la adoptaban eran excluidos.

En el ámbito de la música se produjeron también divisiones. Dentro de las clases altas hubo dos vertientes: la de los conciertos de salón, generalmente organizados por mujeres y emplazados en las casas, en los que se solían interpretar piezas relativamente populares transcritas de la ópera o de los repertorios sinfónicos adaptados; y por otro lado había quienes preferían las interpretaciones fieles al texto del compositor de las salas de concierto. Este era un grupo encabezado por hombres que diferenciaban entre los conciertos de salón y el arte “serio” del que ellos disfrutaban. El moderno sistema europeo de la música “seria” es resultado del poder y dominio de la clase alta patriarcal que controló las instituciones de conciertos subordinando a la mujer y excluyendo a las clases bajas.

Por otro lado, las clases media y baja organizaban espectáculos corales y conciertos al aire libre, más desenfadados en los que la gente se reunía para beber, fumar, hablar, bailar y divertirse. Surgieron también nuevas instituciones musicales comerciales, como los cafés musicales en París, frecuentados generalmente por las clases media y baja que fascinaban tanto como escandalizaban a la élite cultural alta. A lo largo del siglo XIX se fueron concretando más las divisiones sociales y culturales. Mientras que las clases baja y media buscaban el divertimento y una actitud más libre, los conciertos de las clases cultivadas eran sin duda verdaderos rituales de Arte, en los que era obligada una actitud especial, respetuosa y silenciosa, lo que requería un “aleccionamiento en el arte de escuchar”. Esta campaña para domesticar al público, no se trataba meramente de una cuestión de decoro sino de institucionalizar una respuesta adecuada a las bellas artes, el público debía elevarse hacia una “gratificación espiritual estética”.

En cuanto a la literatura la diferencia se encontraba en la manera de enfrentarse a la lectura, las clases elevadas debían aprender a limitar su interés en las cualidades puramente estéticas de la obra en lugar de consumirlas del modo en que se hacía con los géneros populares.

A pesar de que los ideales del artista y de la estética estaban perfectamente establecidos en 1830, se requirió el resto del siglo para separar del todo las bellas artes (Arte elevado) del arte popular (arte menor), y para inculcar los comportamientos estéticos adecuados a la ascendente e inestable clase media. El arte popular formaba parte de un modo social, se inscribía en la totalidad de la vida, mientras que la actitud ante el Arte elevado le ofreció al arte una existencia autónoma.

Así como la inculcación de una actitud silenciosa y sosegada y de una atención reverencial requirió tiempo y esfuerzo, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX no se extendió fuera de su contexto originario alemán, el uso regular del término “estética”. Antes de esto se seguía usando la palabra “gusto”.

Pero más importante que el término fue el hecho de que se estableciera una facultad “estética” especial con características específicas. Incluso se desarrolló una “ciencia” psicológica de lo estético que vacilantemente ha llegado hasta nuestros días. Se llevaron a cabo varias investigaciones que buscaban explicación en lo cerebral. Pero a pesar de que existe una idea general de la experiencia y de las características de lo estético, encontramos un amplio espectro de concepciones. Había diferentes posturas sobre lo que se debían considerar cualidades centrales de la experiencia estética: el placer de lo sentidos, el emocional, la imaginación, la intuición, la empatía o la penetración intelectual, entre otras. Entre los teóricos, más que entre el público, había una idea general de que se debía mantener una actitud desprejuiciada, muchos opinaban que el arte debía carecer de intereses utilitarios o egoístas, otros se referían a una actitud contemplativa al margen de cualquier interés moral o teórico directo. La idea del Arte por el Arte. Pero a finales de siglo reducidos grupos de intelectuales y de artistas transformaron la idea de lo estético, pasando de la noción de una facultad desinteresada a un ideal de existencia.

Otro hecho importante es la casi desaparición, a partir de 1950, de la belleza como concepto central de la estética. El declive empieza a finales del siglo XVIII con la emergencia de la idea misma de estética, los teóricos de entonces empiezan a desarrollar los conceptos de lo pintoresco, la novela y de lo sublime, considerado por muchos una experiencia aún más profunda y poderosa que la belleza. Pero otros valores y experiencias se fueron añadiendo: lo grotesco, lo extraño, lo real, y lo verdadero. El problema del concepto de belleza era que estaba demasiado vinculada al academicismo, a la imitación ideal, la armonía, la proporción y la unidad, mientras que por otro lado se confundía con lo más cotidiano, con lo bonito. Aún así, la mayoría de críticos y filósofos siguieron usando “bello” para denominar el más elevado valor estético. Hasta que a principios del siglo XX, con la consumación de las implicaciones de la modernidad literaria y los movimientos anti-arte, la “belleza” quedó relegada a un papel menor en el discurso crítico y filosófico artístico.

En el siglo XIX los historiadores de la estética y los teóricos literarios empezaron a tratar el problema del “arte y la sociedad”. Había dos posturas dominantes y contrapuestas: la de el “arte por el arte”; y la de la “responsabilidad social del arte”. Es la primera vez en toda la historia que surge esta preocupación o debate, hasta este siglo era simplemente imposible que esto sucediera, ya que el concepto de Arte como un dominio aparte o un subsistema social no existía. Sólo después de que las bellas artes hubieran sido construidas como un conjunto de disciplinas canónicas e instituciones especializadas, como algo autónomo, fue posible cuestionarse la función que el Arte debía desempeñar en la sociedad. Fueron muchos los factores que contribuyeron y potenciaron la idea de una completa autonomía del arte, que iba ligado a una mejora en el estatus del artista y la rápida expansión y privatización del mundo del arte y sus instituciones. Y así el papel de educador social y moral del arte fue cada vez más débil.

Pero lo más interesante en cuanto al tema que nos ocupa, no son tanto los argumentos como el hecho de que ambas posiciones eran frecuentemente prisioneras de las mismas contraposiciones regulativas del arte. Unos afirmaban que el arte es ajeno a la moralidad, la política o la vida “mundana”, que se trata de un mundo espiritual en el que la sensibilidad estética debe sustraerse a la sórdida y materialista sociedad. Mientras los otros declaraban que el arte existe esencialmente para servir a la humanidad, a la moralidad o, incluso, a la revolución, y percibían el Arte como una poderosa herramienta de comunicación capaz de cambiar esa sociedad. A pesar de que sus posturas fueran totalmente contrapuestas ambas coincidían en el hecho de entender el Arte como un ente independiente, ajeno a la sociedad, y que como mucho, en todo caso, era capaz de relacionarse con ella. Aunque fueron pocos, hubo quienes atacaron el problema desde su raíz, desde las mismas contraposiciones regulativas del moderno sistema del arte. Estos artistas y críticos que creían en la existencia de un vínculo más íntimo entre el arte y la sociedad, tendrían que ir más allá y desafiar las contraposiciones subyacentes en el sistema de las bellas artes.

[1] Pág. 29

1 comentario:

Ailén dijo...

Me ayudo muchisimo este resumen para la facu. Gracias!!!