domingo, 11 de enero de 2009

Visión y pintura, la lógica de la mirada de Norman Bryson


Norman Bryson
Visión y pintura, la lógica de la mirada

La historia del arte va a la zaga del estudio del resto de humanidades. Mientras en las últimas tres décadas el estudio de la literatura, la historia o la antropología, han presenciado extraordinarias y fecundas transformaciones, la profesión de la historia del arte se ha quedado estancada. A pesar de que se hayan escrito y producido monografías y numerosos catálogos, el estudio de las artes plásticas se ha ido distanciando de las humanidades y se ha desarrollado en una esfera de la vida intelectual casi de puro ocio.
¿Se debe esta falta de análisis, a que los estudiosos del arte están demasiado ocupados en administrar y preparar exposiciones y catálogos y demasiado preocupados en archivar y catalogar?, ¿o se debe a la peculiar trayectoria de las instituciones del arte, encaminada a aislarlo de las demás humanidades?, ¿o a caso es debido al mero estatismo y conservadurismo fomentados por las condiciones sociales de la historia del arte como profesión? En todo caso, ¿debe el cambio venir impulsado desde fuera o desde dentro del mismo sistema y de las mismas instituciones de la historia del arte?

Lo cierto es que para que haya un cambio es imprescindible hacer un replanteamiento radical de los métodos utilizados por la historia del arte. Cada vez escasean más los historiadores del arte que se aventuran a hacerse preguntas fundamentales: ¿qué es un cuadro?, ¿cuál es su relación con la percepción?, ¿con el poder?, ¿con la tradición? Generalmente se comete el error de recurrir, sin cuestionarlas, a respuestas heredadas de generaciones anteriores o a esperar que sean los filósofos quienes se cuestionen y respondan a tales preguntas. Prácticamente sólo existe una obra que salve el creciente distanciamiento entre filosofía e historia del arte: Art and Illusion, de Gombrich. Esta obra es un hito en la evolución de la historia del arte y sus respuestas y conclusiones siguen siendo inmensamente influyentes. Tanto que supone un gran inconveniente, ya que sus teorías y argumentos se han dado por aceptados, por universales, al no existir una tradición continua que haga que cada generación se plantee esas preguntas, parece que los problemas abordados por Gombrich hayan quedado definitivamente resueltos.

Pero resueltos no están, afirma Bryson, quien afirma que la tesis de Gombrich de que la pintura es el registro de una percepción, es fundamentalmente errónea. La teoría de Gombrich, que empieza por el error de concebir la pintura como una copia de la realidad, se trata de una doctrina perceptualista incoherente, en la que los problemas del arte quedan circunscritos a la psicología del sujeto receptor, de manera que quedan suprimidas la dimensión social de la imagen y su realidad como signo. Bryson defiende que la pintura no es sino un arte de signos más que de percepciones. Nuestras ideas de lo que son los signos y de cómo operan son el legado del fundador de la “ciencia de los signos”: Saussure. Pero no debemos aceptar ciegamente, tampoco, las teorías de Saussure, si no las cuestionamos terminamos con una perspectiva tan rígida e inservible como la anterior. Es necesario elaborar los medios para evitar el tipo de trampa formalista que tiende la “semiología”, que concibe que el significado del signo está definido enteramente por medios formales, como producto de oposiciones entre signos dentro de un sistema cerrado. Bryson apunta que en la concepción saussuriana falta algo imprescindible a tener en cuenta: la descripción de la acción recíproca entre los signos y el mundo exterior a su sistema interno. La pintura es un arte del signo, pero es un arte en continuo contacto con las fuerzas significativas externas a la pintura, fuerzas de las que las explicaciones sussurianas o estructuralistas no dan razón suficiente, y se les escapa el autoocultamiento de la pintura occidental que manipula el signo de manera que esconda su condición de tal signo. Es imprescindible, además, tener en cuenta y estudiar los mecanismos que determinan a qué clase de espectador se dirige y con qué tipo de espectador cuenta la pintura, que varía según la época. El espectador no es algo inmutable como lo es la anatomía de la visión, este es un error que ha mantenido la psicología de la percepción, por parte de Gombrich entre otros, y que ha tenido como consecuencia la deshistorización de la relación espectador/obra: “la historia es el término que ha quedado suprimido (de aquí la imposibilidad, en las actuales condiciones, de una historia del arte verdaderamente histórica).”[1]

En la pintura el significado es producido, más que percibido, el espectador transforma el material de la pintura en significados, de manera perpetua. El espectador es un intérprete, y debido a que la interpretación va transformándose según va transformándose la realidad es imposible que la historia del arte pueda hallar una explicación, un conocimiento definitivo o absoluto de su objeto. “Aunque esto desde cierto punto de vista pueda parecer una limitación, es también una condición imprescindible para el desarrollo: una vez que la visión quede colocada del lado de la interpretación, y no de la percepción, y una vez que la historia del arte admita el carácter provisional o la irremisible inconclusión de su empresa, entonces acaso se hayan puesto los cimientos de una nueva disciplina”[2]

En la historia del arte ha seguido permanentemente vigente, desde hace mucho tiempo, la idea de que la esencia del arte es la capacidad de reproducción, de imitación de la realidad, como si el objetivo del arte hubiera de ser el de igualar a la naturaleza, a la realidad. Hay una anécdota que cuenta Plinio en su Historia Natural, Libro XXXV, que lo ilustra perfectamente:

Contemporáneos suyos y rivales fueron Timantes, Androcides, Eupompo y Parrasio. Se cuenta que este último compitió con Zeuxis: éste presentó unas uvas pintadas con tanto acierto que unos pájaros se habían acercado volando a la escena, y aquél presentó una tela pintada con tanto realismo que Zeuxis, henchido de orgullo por el juicio de los pájaros, se apresuró a quitar al fin la tela para mostrar la pintura, y al darse cuenta de su error, con ingenua vergüenza, concedió la palma a su rival, porque él había engañado a los pájaros, pero Parrasio le había engañado a él, que era artista.

En el siglo XIX el positivismo se apodera del debate artístico, y es entonces cuando la ciencia y el mercado exigen un análisis más acertado, más justo y preciso que el vigente. Pero cuando Morelli expone los principios del análisis morfológico que permitan el desarrollo de una ciencia exacta de la atribución, Berenson se dedicó a poner la tecnología morelliana nuevamente al servicio del relato pliniano y utilizar la antigua fórmula basada en el realismo para afirmar que Giotto superó a su antecesor Cimabue, por el grado de imitación que logró. Esta misma fórmula la utiliza Francastel al analizar El tributo de la moneda de Masaccio, en La Figure et le lieu (1967) donde afirma que esta obra está tomada de la experiencia visual universal, y que deja a un lado las reglas de la narración y dice: “la meta de la representación será la apariencia, no el significado.” Con esto Francastel no sólo repite el discurso de sus antepasados, sino de una opinión recibida, la noción de la imagen como resurrección de la Vida. La Vida no significa, la Vida es. Por lo tanto si la imagen aspira a puramente Ser, debe prescindir de significados, narraciones, retóricas, y cualquier elemento que la adultere y desnaturalice. Nada puede interferir en su misión reduplicadora.

Esta vieja fórmula hace imposible que se genere una disciplina histórica. La actitud natural, la de aproximarse lo más posible al aspecto exterior del referente real, suprime cualquier posibilidad para ello. Y dice Bryson: la primera objeción que ha de hacérsele al relato pliniano es que la realidad debería entenderse no como un dato trascendente e inmutable sino como el producto de una actividad humana ejercida bajo específicas condiciones culturales.

La historia de la imagen se ha escrito en términos negativos, ya que cada “avance” ha consistido en la supresión de un obstáculo más entre la pintura y la Copia Esencial, o sea en un referente que ya se conoce de antemano. Si el objetivo de la pintura es replicar perfectamente la realidad que ya existe en el exterior la imagen se autoelimina. Además el pintor se convierte en un sujeto pasivo ante la experiencia, y su función en la de transcribir estenográficamente, cual instrumento secundario, la realidad que queda definida como anterior y perfecta. Entonces el trabajo del pintor es esencialmente óptico, independiente y exento de la sociedad, la que como mucho le ofrece un mero pretexto. La única posible implicación con otros miembros de la sociedad se dará con otros pintores, y será negativa y competitiva ya que su meta será la de superarlos no la de actualizarlos. Si el dominio que se le asigna a la pintura es el de la percepción, el pintor que no perciba adecuadamente de manera fisiológica quedará atrasado dentro de su oficio. Además el consenso a la hora de juzgar una obra será por consiguiente absoluto, ya que la experiencia visual es la misma para todos.

Todo esto conlleva también que el estilo no sea más que una desviación personal, una tara. Si alguna vez se llegara a la Copia Esencial esta no poseería rasgo estilístico alguno, ya que habría quedado expurgado finalmente de toda huella del proceso productivo. El estilo, o sea, cualquier indicio que desvele la autoría, la personalidad del creador y que lo distinga de los otros no será más que la prueba del fracaso. El estilo aparece pues como un obstáculo inerte e inútil en el proceso de transcripción. “El estilo, indiferente a la elevada misión de la imagen, emana de un residuo del cuerpo...”[3] por lo tanto el presunto proceso en el que el pintor trabaja como un simple instrumento transcriptor que actúa de conector entre la realidad y el lienzo, no funciona. El pintor aporta algo personal y distorsiona por lo tanto la luminosidad impersonal de la percepción.

Según la actitud natural, el objetivo dominante es la comunicación entre el pintor y el espectador, dejando al margen las “interferencias” informativas causadas por el estilo, la resistencia del medio técnico y por las vicisitudes del deterioro físico. El ideal de la comunicación de la imagen es la pureza, e implica solamente al emisor y al receptor, excluyendo el resto de aspectos sociales y culturales.

Estos son los cinco principios a los que se debe adherir la visión general de la actitud natural que defiende que la esencia de las artes plásticas reside en el grado de realismo de la imagen, y requiere que juzguemos la obra pictórica en base a los parámetros de la vieja fórmula basada en el grado de exactitud de replicación:

1. Ausencia de la dimensión histórica. Debemos aceptar que la escala, es decir, los parámetros con los que se juzga la perfección pictórica son incompatibles con el proceso histórico. Esto es que impiden cualquier estudio histórico. La experiencia visual es universal y transhistórica ya que la naturaleza permanente del órgano de visión apenas se transforma de generación en generación. Fundamentalmente sigue siendo el mismo. Por lo tanto cualquier espectador podrá juzgar el nivel de la obra, evaluando cuánto se acerca la imagen a la verdad perceptiva. La escala en la que se base el juicio es ajena al proceso histórico.

2. Dualismo. Entre el mundo de la mente y el mundo de la extensión existe una barrera fisiológica: la membrana retiniana. En el exterior, una realidad luminosa, previa y plenaria rodea al yo; en el interior esa realidad es captada por una conciencia pasiva y especular. El campo visual que percibe el yo está allí regido por unas estructuras anatómicas y neurológicas que lo configuran y limitan que escapan a la influencia del yo. El yo por lo tanto no puede construir el contenido de su conciencia, es incapaz de detener y modificar la corriente de estímulos informativos recibidos. Del cuerpo material y muscular continuo con la realidad física y capaz de actuar dentro de ella, se ha abstraído un cuerpo sintetizado y reducido. En la formulación clásica y albertiana, ese organismo perceptivo, se ha simplificado y se ha convertido en un organismo monocular, en un solo ojo aislado del resto del cuerpo, suspendido en un espacio diagramático. El ojo suspendido no interpreta, simplemente presencia. La capacidad receptiva humana queda reducida a la mera percepción física aislada, despojada de cualquier filtro mental, procesal o crítico. Según esta teoría el ojo no tiene acceso directo a la experiencia de la profundidad espacial, su campo visual es bidimensional, como una pantalla o un lienzo. El sujeto no tiene necesidad de procesar los estímulos exteriores ya que éstos poseen una inteligibilidad plenamente formada e inherente. Se trata de un proceso transparente, límpido y cristalino que no requiere criba o censura alguna en cuanto a los datos percibidos. Se habrá alcanzado la Copia Esencial en el momento en que la imagen llegue a recrear la traslucidez pasiva del intervalo retiniano.

3. La importancia suprema de la percepción. La única manera que tiene la actitud natural a la hora de explicar el porqué una imagen no logra la replica exacta de la experiencia visual universal, es a través de términos negativos: el pintor percibe mal la verdad óptica o es incapaz de plasmarla ya sea por falta de habilidad o por exceso de “estilo”. En el caso de que lo representado en el lienzo sea algo indiscutiblemente imaginario, y que por lo tanto no pueda definirse como torpeza técnica o como resultado de una percepción desviada o tarada, es explicada o como el ejercicio combinatorio de fragmentos dispares de la realidad vista conformando una nueva síntesis, o como una “visión” personal que se manifiesta en la conciencia del pintor transcrita directamente sobre el lienzo de la misma manera que cualquier otro contenido de la conciencia. En cualquier caso, la desviación de la verdad óptica se explica replanteándola como una percepción que ha sufrido modificaciones leves, irrelevantes. Ya que lo que permanece es el objetivo del pintor que es el de transmitir el contenido de su campo visual, ya sea “real” o imaginario. En todo caso el material que debe transmitirse existe previamente a la operación transmisora, está ante el pintor plenamente formado, antes de iniciar su descenso a la transcripción física.

4. El estilo como limitación. La Copia Esencial sería inmediata e íntegramente consumida por la mirada del espectador, es decir, no se distinguiría de la realidad. En el caso de una imagen que no alcance la replicación pura y perfecta, la mirada consumirá todo lo que corresponda a la visión universal, pero descubrirá lo residual, que da el grado de fracaso de la imagen contrario a su pleno propósito. El estilo es una desvirtuación de la percepción original, indica una retirada al territorio privado, en contra del carácter colectivo y común de la realidad vista. La comunicación ideal de la actitud natural sigue una única dirección del transmisor al receptor, y se entiende por lo tanto, que el estilo carece de destino. El estilo atestigua la existencia de una psicología distinta al esquema que ilustran los diagramas de la psicología de la percepción, demuestra la imposibilidad del individuo, del organismo carnal como obstáculo que se interpone e impide el objetivo final. Ontogenéticamente el pintor individual es incapaz de someter las inclinaciones y hábitos, filogenéticamente, una generación de pintores es incapaz de ver y superar las fórmulas heredadas.

5. El modelo de comunicación. El contenido de la imagen se supone anterior a su exteriorización física. La imagen representada debe ser la replicación de una imagen previa cuya existencia no está probada. O más bien, la imagen representada es vista como una evidencia, como fruto y testimonio de una encarnación previa y más perfecta. La imagen representada debe transportar de la mejor manera posible, fielmente, la escena desde el espacio mental del pintor al del espectador. Es la entidad física capaz y necesaria para que este intercambio entre espacios mentales no físicos tenga lugar. Pero el éxito sólo puede conseguirse cuando la imagen se anule como realidad material independiente, ya que mientras la imagen material imponga su propia condición física actuará como obstáculo entre los espacios comunicantes.

Después de analizar la perspectiva de la Actitud Natural Bryson concluye que diciendo que esta es, o trata de ser, totalmente materialista. Y advierte que su propósito es analizar la pintura desde un punto de vista totalmente opuesto. Su enfoque es histórico, y también es materialista, aunque su argumento finalmente se encuentra en conflicto con el materialismo histórico. Y ultima “Es bastante posible que lo que yo entiendo por materialismo sea en realidad clarividencia.”[4]

[1 y 2] Bryson, Norman, Visión y pintura, la lógica de la mirada pág. 15
[3] Bryson, Norman, Visión y pintura, la lógica de la mirada pág. 24
[4] Bryson, Norman, Visión y pintura, la lógica de la mirada pág. 29

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